7 de septiembre de 2011

MAUSELOS DEL ARTE: LOS MUSEOS Y "LAS HORAS DEL VERANO"




    El Museo D'Orsay de París, con motivo de su vigésimo aniversario, tuvo la idea de incluir en la celebración el arte por excelencia del siglo XX en adelante: el cine. Así fue como surgió la propuesta a cuatro directores de diferentes nacionalidades y estilos de la realización de una serie de cortometrajes que se estrenarían posteriormente unidos en una sola película, con la condición de que en todos ellos apareciese al menos una vez el museo. Este borrador de idea acabó por fracasar - Raúl Rouiz y Jim Jarmush no realizaron sus piezas -, y los otros dos cortos acabaron convirtiéndose en largometrajes: "El vuelo del globo rojo" de Hou Hsiao-Hsien (Taiwan) y "Las horas del verano" de Olivier Assayas (Francia).

    Este segundo título, la tercera colaboración de Assayas con el actor Charles Berling, gira alrededor de una familia altoburguesa y las consecuencias que acarrea la complicada decisión de qué hacer con la herencia familiar de un tío abuelo (reconocido artista y coleccionista de principios de siglo) al morir su madre, que había custodiado con paciencia las obras de arte que un día iban a pasar a manos de sus hijos y sus nietos. Las diferencias generacionales, las relaciones de familia, los secretos a voces, el final de una época, son temas que atraviesan la película de una manera u otra.

    Pero de forma transversal, todo parece orbitar alrededor del desapego y la distancia - la física y sentimental de los propios personajes (dos de los hermanos viven en China y EE.UU.), y la emocional de éstos con los objetos que habitan la casa - que para bien y para mal reconfigura y transforma la manera de relacionarse con ese mundo ya viejo que les abandona. La decisión consensuada de vender el lugar donde han pasado su infancia los tres hermanos sólo parece afectar de manera más intensa a Frédéric (C. Berling), que es el único que por proximidad (París) podría disfrutar de ella. Pero esta frustración no proviene únicamente de una causa práctica, sino que responde también a una relación de proximidad de orden psicológico y moral, a un vínculo emocional con esa casa y los objetos que le han rodeado y de los que se siente celos, consciente de que ahora podrá admirarlos todo el que desee como si estuviese indagando también en un rincón íntimo de su infancia. En palabras de Assayas: "Quería hacer una película sobre la transmisión, del pasado y de la manera que las cosas ocurren en un flujo, que es la dinámica de la vida. Intento controlar aquello que me hace recular, como por ejemplo el apego sentimental y natural a un lugar o historia." De este control habla la secuencia en la que Frédéric se sienta solo en el borde de la cama arropado por las sombras y se echa a llorar en silencio ocultando su dolor al mundo.



    A otro nivel, también la anciana criada Éloise, para La cinemateca el mejor personaje de la película (Isabelle Sadoyan, desconocido rostro que ha trabajado con alguno de los directores europeos más prestigiosos como Buñuel o Kiewslowsky) siente la extrañeza ante una situación que la lleva a decir adiós a la que ha sido su vida hasta entonces. Es ella quien ha limpiado los objetos, los ha mimado, cuidado, los ha usado, y de pronto se sabe despojada de buena parte de sus recuerdos y de las cosas que han mudado su valor práctico - útil - por uno artístico y mercantil. Hacia el final de la película la anciana se acerca hasta la casa ya expoliada y observa desde el exterior a través de las cristales. Con una inteligencia y una sensibilidad serena, Assayas nos muestra este momento desde el interior de la casa vacía, convirtiendo el proceso de mirar en un cruce de miradas: también la casa se despide de Éloise y la escruta secretamente escribiendo dos puntos finales, el de su propia etapa como esfinge del arte y el del fin de una vida humana cuya razón de ser ha quedado sentenciada en un contrato de venta.





    En conclusión - y he aquí la razón de este artículo -, desde La cinemateca opinamos que, paradójicamente, y siendo un proyecto nacido y cultivado en los dominios de un museo, la visión que ofrece Assayas de ellos no es tanto de conservadores del arte (que también) como de mausoleos o tumbas de historias que alguna vez se contaron; no es de guardianes de la sabiduría y de la cultura (que también) sino de vampirizadores y  descontextualizadores de las obras que habitan en ellos. Assayas de nuevo: "Quería hablar de cómo el arte nace de la vida y es embalsamado en los museos. Me gustan los museos pero las piezas que exhiben están como en un zoo. Cuando son creadas, viven, respiran y existen con el mundo. El museo les quita la luz.[...] Una silla o un armario están hechos para participar en las vidas de seres humanos. En exposición, pierden su siginificado y su verdad." Memorable en este sentido la secuencia en que los tasadores buscan por todas partes un jarrón de un importante diseñador de principios de siglo  cuando minutos después descubrimos que es Éliose quien lo saca de un armario en la cocina y lo usa para meter en agua un ramillete de flores.

    De la misma manera, y aunque en La cinemateca nos parece a veces excesiva la utilización de los personajes como portadores de ideas - de las ideas del director -, la conversación entre Frédéric y su esposa recorriendo el museo es la más clarificadora en cuanto a la intención del film y por ello la reproducimos íntegra.



    Indudablemente el director se siente más vinculado a esta postura melancólica sobre la pérdida de raíces y la herencia del pasado, pero ya hemos comentado que su película es una película-vehículo de ideas, e irremediablemente una cosa lleva adherida a su espalda el yan que la carga de sentido; y Assayas no sólo muestra la suficiente inteligencia para enfrentarse a esta condición (el "humor melancólico" de los griegos) sino también para transformarla y atravesarla mirando como Alicia desde el otro lado del espejo: "[...] el flujo de la vida, que trae cambios, es mucho más fuerte, verdadero y profundo que la melancolía que sientes cuando miras al pasado." (de nuevo utiliza la palabra verdad para referirse a la obra de arte).

    Así, en los últimos minutos del metraje, en los que los adolescentes cobran protagonismo, se filma un ambiente diferente, mucho más liviano y alegre, menos seducido por el peso de la Historia debido en parte a que Assayas tira el trípode a la basura y rueda cámara en mano varios planos secuencia en los pasillos de la  vieja casa donde están preparando una fiesta.



    Es una secuencia ambigüa, de difícil interpretación si no se ha estado atento al discurso de Assayas. Y para dar una opinión sobre lo que es, lo mejor será hacerlo precisamente opinando sobre lo que desde aquí pensamos que no es. Buceando por la red en busca de información para escribir este artículo, una crítica de esta última parte de "Las horas del verano" asalta la curiosidad de La cinemateca por ser, con todo respeto, completamente opuesta a lo que, desde este humilde rincón, se opina sobre ella. El extracto es el siguiente:

"La conclusión del relato es, asimismo, devastadora. [...] En la secuencia final, la casa de campo, como ya hemos dicho vendida pero todavía no ocupada, se convierte en el escenario de una concurrida fiesta para adolescentes organizada por la hija de Frédéric (la misma chica que, secuencias atrás, hemos visto detenida por la policía y recogida por su padre en comisaría por haberla pillado fumando porros). Dicha secuencia final contrasta visualmente con la del principio, por más que ambas sean conceptualmente muy parecidas: si antes hemos visto niños correteando por la casa, ahora son adolescentes que fuman, beben y escuchan algo parecido a música a todo volumen" (http://elcineseguntfv.blogspot.es/general.phtml?title~=las+horas+del+verano)

    ¿Cómo es posible que un director que se ha mostrado humano, sensible e incluso conocedor y conciliador de todas las facetas del mundo en que habita tuviera en mente un final tan "devastador"? Muy al contrario, desde La cinemateca creemos que el epílogo que Assayas filma es un canto al porvenir y a la regeneración; la vieja mansión adquirirá nueva vida en otras manos, nuevos relatos llenarán sus librerías, otros tropiezos romperán sus objetos. Si Assayas defiende que las piezas en un museo pierden su luz, el reciclaje de la casa debe de ser entendido como un renacimiento, una nueva oportunidad de dar luz a sus habitaciones. Recordando a Duchamp, que fue el gran renovador de la idea del arte en el siglo XX, ¿quién otorga valor a una obra? ¿quién decide y bajo qué criterios que algo pase a formar parte de los fondos de un museo? Dice Frédéric mirando una vitrina en la sala de artes decorativas: "Mira esos jarrones, ¿tienen historia? Yo creo que cobran sentido con flores, en un salón." La idea del arte que tiene Frédéric es la misma que Charles Foster Kane exhibe moribundo repitiendo Rosebud como símbolo de una infancia perdida mientras la cámara cae en picado sobre el trineo de madera rodeado de piezas de coleccionista.

    Si a los chicos que fuman tirados en los pasillos en "Las horas del verano" ya no les importa si allí vivió un reconocido artista, o si se sacuden de encima las historias que habitan por los rincones, es porque esas ya no son sus historias. Y está bien que sea así. Verán los cuadros colgados de las paredes del museo con mayor o menor (o ningún) interés, pero las vidas que encierran esas obras han echado el cierre, igual que lo echarán ellos mismos con las historias que en un futuro tengan para recordar. Y es que al final, por mucho que nos empeñemos en intentar domarla, la vida sigue sus cursos al margen de nuestros deseos y aspiraciones, despechando cualquier intento de agarrar nuestros recuerdos y envasarlos al vacío.


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